domingo, 13 de julio de 2008

Gira mágica y misteriosa.


Año 2000. Un peso igual a un dólar. Una noche calurosa de enero decidí viajar a Europa. Había pensado mil veces en hacerlo pero me había faltado plata o me había faltado la convicción que halle esa noche.
Eran los últimos días de abril cuando llegue a Venecia. Después de unos días geniales en compañía de amigos por Praga, Berlín, Heidelberg y Munich el arribo a “la serenísima” no fue el mejor. Ningún hostel tenía lugar y termine tomando un cuarto simple en el peor hotel de la ciudad por cuarenta dólares por día.
La noche anterior había sido rara, viajando solo en un camarote de un tren larga distancia, con un amable guarda de tren alemán que se había quedado con mi pasaporte hasta la llegada. Tras varios días de sol, terminar llegando a Venecia en un día nublado, mal dormido, con el tren fuera de horario y alojado en un hotel que era diez dólares mas caro que mi presupuesto diario total era una sensación muy mala.
Una vez instalado, me cambie y decidí salir a caminar. Pensé “al mal tiempo, buena cara. Caminar es gratis, es sano y es bueno para conocer una ciudad nueva. Como si fuese poco, encima es algo que me gusta hacer”. Pero como las desgracias no vienen solas, a los doscientos metros se largo una lluvia intensa que mi piloto liviano no podía resistir. Me refugié bajo un toldo esperando a que amaine un poco el temporal pero pronto comprendí que era una lluvia cariñosa y que se había aquerenciado con el lugar. No iba a parar de llover por un buen rato.
Pensé en mis opciones, irme al cuarto microscópico de hotel a deprimirme, tomarme el “vaporeto” por cinco dólares o comprarme un paraguas azul largo de varón por diez. La decisión fue instantánea, el paraguas. Si bien el “vaporeto” era mas barato, si la lluvia se llegaba prolongar y tenia que tomar uno de vuelta se acababa la economía. Pero por sobre todas las cosas, me perdía del efecto inverso a la ley de Murphy que podía tener un paraguas. Si lo más probable es que llueva cuando uno no tiene con que protegerse, contar con piloto y paraguas era casi una garantía de que va a salir el sol tan pronto como para sentirse ridículo de tenerlos a cuestas.
Dicho y hecho, luego de caminar unas cuadras con mi flamante paraguas nuevo, salio el sol y me acompaño los quince días siguientes de paseo por Italia, el paraguas también. Conocí Roma, Pisa, Siena y Florencia. De donde partí a Milán para tomar otro tren a Barcelona.
Esta vez no iba solo en el camarote. Mis compañeros de viaje eran un negro africano del tamaño un ropero y dos italianos muy cancheros de Padua. El guarda, esta vez español, llego dos minutos antes de que arrancase el tren y nos pidió los pasaportes. Los tercermundistas, el negro y yo por supuesto, se los dimos rápidamente mientras que los tanos se miraron con cara de asombro. No tenían nada, ni pasaporte, ni documentos, ni tarjeta de residencia o cualquier otra cosa que pudiese demostrar su identidad. El gallego se alejo refunfuñando que eso no estaba bien y que íbamos a tener problemas.
El tren arranco, al cabo de unas horas se hizo de noche y me comí la vianda que me había preparado una chica muy simpática en un almacén de Florencia. Me tome el vinito que había comprado y me acosté a dormir. A todo esto, el negro también se había traído una botellita de vino. Se servía en un vaso de plástico y tomaba en tragos pequeños. Era realmente muy delicado en todo su proceder a excepción de los sonoros eructos que proferiría cada tres o cuatro tragos. Igual tuvo la deferencia de explicarme que si no lo hacia, el vino le caía muy pesado. Siendo que se trataba evidentemente de un problema de salud y no de educación me dormí tranquilo.
Así transcurría mi viaje en los brazos de Morfeo cuando a mitad de la noche empezaron a golpear la puerta del camarote violentamente. Me desperté casi sin entender nada y abrí la puerta. Mi confusión fue aun mayor cuando dos energúmenos vestidos como el sargento Dodó comenzaron a decirme “pasaporrrté, pasaporrrté”. Yo estaba todavía acostado en la cucheta de arriba desde ahí lo que me permitió ver que atrás de estos sujetos estaba el guarda español. Lo señale y les dije “lo tiene él”. El gallego les aclaro que quienes no tenían documentos eran los tanos y acto seguido fueron bajados en algún lugar de la noche en algún momento de Francia. El tren arranco de vuelta, el negro que a esa altura también se había despertado eructo un rato mas y yo me volví a dormir hasta que llegamos a Barcelona.
Me tome el metro y llegue temprano a la casa de un amigo que me había ofrecido alojamiento y me estaba esperando. La recepción supero mis expectativas, Para el mediodía tenía planeado un asado y futbol para la tarde. Cuando subimos a la terraza para prender el fuego vi el cielo cubierto por nubes negras y me di cuenta que me había olvidado el paraguas en el tren.
El asado lo pudimos terminar antes de que se largue a llover, así como también termine mi viaje un mes después habiendo recorrido Madrid, Paris y Londres también.
Al poco tiempo de volver a Buenos Aires decidí irme a vivir solo y la fortuna hizo que un amigo me prestase un departamento en el centro. Los domingos cenaba en casa de mis papás y después tomaba el colectivo de vuelta a mi nueva casa.
Una noche de domingo, saliendo de la casa de mis papás, tome el colectivo 29 mientras diluviaba, había salido temprano a la mañana sin siquiera una campera impermeable. Al llegar a Viamonte y Uruguay el colectivo estaba prácticamente vacío cuando me pare para bajar. Entonces, en el último asiento, vi un paraguas azul largo de varón. No dude un segundo y me lo quedé. Cuando baje del colectivo y lo abrí, paro de llover instantáneamente. En ese momento no tuve dudas, era el mismo paraguas que había comprado en Venecia.