martes, 30 de septiembre de 2008

Motricidad fina


Dedicado a mi amiga Madda, testigo de mis desastres.

Ayer mientras montaba laminas para entregar un concurso, con mucha prolijidad y precisión, recordé que varios años después de recibido de arquitecto mi papá me comento “cuando me dijiste que ibas a estudiar arquitectura, me preocupe” y en ese entonces yo muy suelto de cuerpo le había respondido “no entiendo porque, vos sabes bien que la arquitectura es una disciplina intelectual y no una artesanía”.
Si cuento mi historia solamente puedo reconocer que tuvo razones para preocuparse.
La historia comenzó a manifestarse claramente cuando yo estaba en segundo grado. Mi maestra, Marta, solía explorar los fondos de mi portafolio. De ahí separaba sándwiches que llevaban días de estacionado, de cuadernos aplastados como por una compactadota contra el fondo. Tiraba los primeros y se llevaba a su casa los segundos, donde amorosamente planchaba hoja por hoja con una pava caliente para traerme nuevamente los cuadernos al día siguiente. A corta edad mi desprolijidad era notoria.
Todo empeoro cuando empecé el secundario, salido de una primaría privada y progre empecé en una escuela publica “sin lugar para los débiles”. En la primera semana conocí a quien sería mi profesora de actividades prácticas, una de las materias más importantes para un bachiller.
En el primer trabajo empezaron mis problemas, dos collages que empezaban en la hoja y terminaban en el pupitre de mi compañero de banco. No entendía de limites, ni los del papel, ni los de la técnica, ni siquiera los de la propia mesa. Mis obras eran como el big bang sin ninguna calidad artística. Para ser claro, un enchastre inmundo de porotos, arroz, yerba mate, papel mal cortado y plasticola en sobredosis. La señora María Teresa Gallardo, era implacable. Sin contemplaciones me puso dos “No alcanzo los objetivos” en forma consecutiva. Pero como lo suyo era la pedagogía les mando una nota a mis padres a ver si me podían ayudar. Y eso hicieron.
Mi papá, profesor titular de la facultad de arquitectura, me propuso que yo le llevase lo que había que hacer que el se ocupaba. Y así, empecé a concurrir a clases con una magnifica caja de cartón con forro y papel de guarda, u block de hojas impecable y muchas cosas mas que causaron el orgullo de mi profesora. Para fin de año, yo era su mejor exponente de la frase “querer, es poder” y terminé con excelentes calificaciones.
Como la vida no es perfecta, la currícula del secundario preveía un segundo curso de actividades prácticas. Y bien es sabido que segundas partes nunca fueron buenas.
Al poco tiempo de empezar el año, me junte con el grupito del fondo, deje de anotar lo que tenía que hacer. Y de esta manera, los duendes del zapatero dejaron de producir las maravillas con las que había conquistado el corazón de mi profesora el año anterior. El año avanzaba y yo no entregaba ningún trabajo, ni bueno ni malo. Mi viejo me hubiese ayudado con gusto pero nunca fue de andarme encima a ver que tenía que hacer.
Así, para fin de año yo solamente había entregado un prolongador eléctrico que me habían prestado y una caja de madera que había hurtado de la preceptoría. El resultado fue una súbita ida a examen de Diciembre, al cual no asistí por tener un esguince en el tobillo. De ahí, fui directo a Marzo.
Transcurrido el verano, me dispuse a dar a la asignatura pendiente. El gran desafió era el “libro cosido”. El mismo consistía en comprar un block. Cortar la parte de atrás, hacerle unas incisiones con una trincheta, pasarle unos hilos en las ranuras, cortar unas tapas de cartón, unir las tapas en forma móvil con cuerina, pegar las hojas con las tapas y forrar la parte interior de las mismas con papel de guarda.
Mi papá y mi mamá estaban preocupados, por más que yo había pasado de año al terminar las clases y nunca había tenido dificultades en la escuela. Pero a diferencia del año anterior donde había liquidado todas las materias a fin de año, todavía en marzo tenia gimnasia y actividades prácticas pendientes.
Con muchos años de anticipación, mis papás, inventaron una estrategia al mejor estilo de los simuladores. Mi papá hacia el “libro cosido”, yo lo llevaba en la mochila, me hacía el que trabajaba y al final del examen cambiaba mi esperpento por la maravilla paterna.
El plan era perfecto y todo transcurría de maravillas durante el examen. Todo estaba tan bien que, en vez de simular, apoyado por tener un as en la manga me puse a confeccionar “el libro cosido”. La motricidad fina brotaba de mi como nunca, cortaba cartones en un perfecto ángulo recto, cosía como nunca, pegaba sin que una gota de boligoma excediese los limites definidos. Todo era tan perfecto que cuando termine, realmente me sentí orgulloso de mi mismo. Y fue tan así que decidí no arruinar una jornada tan buena con una trampa y presentar mi obra cumbre de la prolijidad.
Camine serenamente hacia la profesora, la mire con satisfacción y le dije “termine, acá está”. Ella tomo con las dos manos el “libro cocido” me miro como desconcertada, como con un dejo de insatisfacción e incredulidad por lo que estaba pasando. Diría que casi con la tristeza de alguien que se siente decepcionado. Ella estaba esperando que yo fracase y cuando todo hacia parecer que se quedaría con las ganas, abrió el “libro” y una sonrisa ilumino su cara. Podría decir que le volvió el alma al cuerpo. Me miro fijo, abrió mi obra maestra y me dijo “que pena, pegaste al revés el papel de guarda”. Efectivamente la estampa estaba pegada sobre el cartón y el reverso había quedado a la vista. Sin ningún gesto de piedad sentencio “bueno, nos vemos en julio”.
Mi mamá ya no sabía que hacer, durante ese cuatrimestre me compraba estampitas para que practique bordados, yo le decía que no se preocupe, que dentro de los próximos tres años confiaba en aprobar la materia y recibirme de bachiller. Pero eso no la consolaba.
Transcurrieron los meses y llego el día del examen. Cuando entre ví a mi compañero Hernán, al que le faltaba una mano, quien también tenía una deuda con María Teresa Gallardo. Comprendí entonces que la situación era sería, ahí no había piedad para nadie.
Cuando ella llego, me llamo y me pregunto que había traído y que iba a hacer. Ni bien mencione el “libro cosido” me dijo “bueno, hace eso”. Debo reconocer que a esa altura de mi vida, mi cerebro había olvidado cualquier pista de cómo se hacía mas allá de un pocas y rudimentarias nociones. Corté, pegué, cosí y sobre todo transpire por dos horas a pesar de los cinco grados de sensación térmica. Cuando promediaba la mañana se me acerco la profesora y me dijo “mm me parece que eso no va ni para atrás ni para adelante”. Fue un instante, solo eso. Mire de reojo, ví que un compañero estaba haciendo el prolongador eléctrico, puse cara de “chihuahua compungido”, la mire a los ojos con la mirada triste y conteste “es que yo quería hacer otra cosa”. Creo que ahí nomás debería haber entrado en el conservatorio del San Martín, ya que logre conmover a semejante bruja de tal manera que replicó con tono maternal “¿Qué querías hacer?” “el prolongador” solloce y ella asintió diciendo “hacelo nomás”. Pelé el cable en cinco minutos, lo atornille a los enchufes macho y hembra y lo entregue. Y antes de volver a la normalidad me aprobó con cara de no te quiero ver nunca mas, y me fui silbando bajito.
Años después termine el secundario y con el tiempo me recibí de arquitecto. Ya no me olvido sándwiches en el fondo del portafolio pero creo que no podría hacer un “libro cosido”